CAPITULO 28
EL DELEGADO (5) FINAL
Ser delegado, de lo que sea, si uno lo pone en su justo término no es nada que deba tomarse a la ligera. A menos de que se carezca de ciertos principios morales que dan sustento a la vida en comunidad de un grupo de personas sin importar la actividad específica de ese grupo. Puede ser un consorcio en algún edificio de propiedad horizontal, un gremio, una ciudad, un país, el mundo inclusive. Admitiendo el hecho de que todos los seres humanos somos iguales y gozamos de los mismos derechos por el sólo hecho de ser eso, seres humanos, al hacerse más compleja la vida en común, no todo se puede decidir en asambleas de pares que haciendo uso de su poder directamente tomen decisiones que hacen al conjunto a mano alzada. En ese momento se hace necesario que todo el poder del grupo se concentre en una o varias personas, dependiendo del nivel de complejidad de la organización social. Hace su aparición entonces la figura del o los delegado/s. Los demás integrantes del grupo delegan su poder natural para que sea ejercido por esa o esas personas por un tiempo y situación determinadas. Todo queda dependiendo entonces de cómo maneja ese poder el representante del grupo. Esa es ni más ni menos la función del delegado. En nuestro caso particular más o menos así habían funcionado las cosas. Los sucesos de Ezeiza, primer eslabón visible de una cadena de sucesos que sobrevendrían después, iban a desbarajustar ese orden natural y a meternos en contradicciones serias, de fondo, que hubo que resolver no siempre de la mejor manera para todos nosotros. El enemigo tenía un plan preconcebido y estudiado debidamente, (siempre lo tienen), al que nosotros, por no tener ninguno nos limitábamos a responder,(cuando se podía), a los golpes y de última a tratar de que los golpes lastimaran lo menos posible. Nos encontrábamos claramente en una desventaja no sólo táctica, sino además estratégica. Y pasó lo que tenía que pasar. Se nos vino la noche. Como lo señalé antes, la fuerza que llevaba la voz cantante en Administración era la JTP fuerza que, en conjunto, había “perdido” la batalla de Ezeiza. Y que a pesar de las veladas amenazas de Perón todavía lo consideraban su “líder”, y guardaban la ilusión de que establecer una justicia social que, en sus ilusiones sonaban a socialistas. La consigna “Perón , Evita . la patria socialista”, una de sus consignas centrales, hablaba muy a las claras hasta que punto llegaba el despiste ideológico, que el mismo Perón les había insinuado un tiempo antes cuando requirió del esfuerzo y la sangre de esa generación que él mismo echara como a perros de la Plaza de Mayo y después diera luz verde para que sus esbirros liquidaran físicamente, tarea que terminó después la dictadura militar. A no creerse que los genocidas nacieron en el 76. Quien sea que se haya llevado las manos de Perón, las debe tener todavía en remojo tratando de quitarle las manchas de sangre de miles de argentinos.
Al principio la ofensiva fue suave, como tanteando el terreno. Suspensiones por cualquier causa, traslados de sección tratando de desarmar el humilde aparato político armado por estos compañeros. Empezábamos a pasar más tiempo en la Jefatura de Personal tratando de parar los golpes. Fueron tiempos de una derrota tras otra. Al ser la comisión interna la única facultada para negociar con la patronal y que, por supuesto, era dirigida por y desde el Sindicato, no teníamos nada en que apoyarnos e íbamos a la pelea a pecho descubierto sabedores de antemano que perderíamos. Pero los principios son los principios y, al menos yo, iba a dar la batalla hasta el último tiro.
Cuando arreciaba la tormenta, reuní a los que sabía estaban a la cabeza del movimiento, les puse en conocimiento de cómo se estaba jugando la partida y las cartas que iban a emplear a continuación. Que su amado líder, a quien ellos consideraban todavía un defensor de la clase obrera, les había soltado la mano dejándolos al descampado y sin abrigo y que había que dejarse de joder con la doctrina peronista-marxista que el Viejo les había vendido, y tratar de esbozar alguna estrategia. Que al menos nos permitiera seguir laburando juntos. Cuando menos para darnos tiempo para que lo que en ese momento era una reculada política más menos ordenada, no se convirtiera en una desbandada, donde la consigna sería,¡sálvese quien pueda!. El aparente cabecilla del grupo, haciendo gala de una autosuficiencia suicida, me lanzó un lapidario: ¡te cagaste, tupa!. Te cagaste ante algunas suspensiones y traslados hechos a modo de apriete por la patronal.
Su estúpida filosofía peronista-marxista, no le permitía un análisis más allá de ese horizonte. Ni siquiera cuando lo dije que nada podíamos esperar de la comisión interna, ni mucho menos del sindicato. Y que nuestras atribuciones no iban más allá de ir a charlar con el Jefe de Personal. La mayoría se hizo eco de esa posición. La ruptura era un hecho. Como delegado cumpliría de ahí en más la función del jamón del medio. Por una cuestión personal nada más iba a cumplir con mis principios. Hasta dónde fuera posible y razonable.
La escalada ya casi sin respuesta de parte nuestra siguió. Empezaron los despidos. Obviamente de los “revoltosos”. Con una particularidad. No los despedía la patronal. Lo hacía sólo legalmente, la orden emanaba del sindicato. 24 horas antes recibíamos una llamada del sindicato donde nos decían: mañana despiden a fulano. Hagan la pantomima de la defensa, tómense un café con el Jefe de Personal, a la sazón un tipo muy afable al trato, ya que el cara de vinagre se había muerto, y vigilen que les paguen todo lo que marca la ley. Por obra y gracia de la filosofía peronista, los delegados gremiales pasamos de ser representantes de los obreros ante la patronal a representantes de la patronal ante los obreros. Y empezó el desfile de militantes de la JTP a pasar por caja a cobrar las correspondientes indemnizaciones por despido. Entre ellos había dos muchachos sobrinos de un renombrado dirigente peronista, ortodoxo por supuesto, a quienes estos pibes odiaban. Marcharon igual.
Sentí que mi tarea en esas condiciones no tenía razón de ser.
Presenté la renuncia pero no me la aceptaron lo que me dejó en una posición muy incómoda. Era delegado para llenar formalidades. No era esa mi idea ni de trabajador y mucho menos de un representante de los trabajadores. Tenía eso sí una serie de prerrogativas y pudiera haber tenido más, pero ya se asemejaba a lo que podríamos llamar corrupción. De todas formas, había quedado marcado como “zurdo” lo cual no me auguraba una muy larga carrera. Una tarde un compañero de la interna, me cruzó en la oficina y me tiró la pregunta fatídica: petiso, ¿en que joda andas?. Sabía muy bien lo que en idioma peronista significaba esa pregunta. En tiempos de “limpieza étnica de zurdos y antiperonistas”, era para ponerse a temblar. Porque yo tenía esas dos etiquetas. Aparentando tranquilidad y como jodiendo le respondí: ¿qué joda?. Como dice el General de casa al trabajo y del trabajo a casa. El me miró serio y me dijo sin inmutarse: entonces ¡ojo!, porque estás en la lista que tiene el sindicato de gente para reventar. Quedé cortando varillas del 12 con el culo. Varios trabajadores habían figurado en esas listas y la Juventud Sindical Peronista y los Comandos de Organización tenían a su cargo depurar esas listas. Estas patotas sindicales paramilitares tenían luz verde e impunidad asegurada para hacer esos “trabajos”. Y lo hacían con mucho empeño. Salí rajando esa tarde a la sede del sindicato y sin mostrar el cagazo interno, medio de prepo volví a presentar la renuncia al cargo; y les espeté que nunca había sido peronista ni lo sería ni me interesaba un carajo un cargo de delegado en esas condiciones. El secretario gremial con quien hablé, no sé si sorprendido por el contraataque, o porque ya desmantelada la base política que me sostenía era totalmente inocua mi presencia, o vaya a saber porque, no sólo rechazó mi renuncia sino que me dijo que a lo mejor era un error el dato que me había pasado el compañero y que por el contrario necesitaban un tipo de mis condiciones dentro de la administración. Que me quedara tranquilo que conmigo no pasaba nada. El olfato me decía que era todo verso. Y que en cualquier momento me la daban. Así por dos meses estuve usando tácticas evasivas, rompiendo todas las rutinas, caminos para ir y venir del laburo, horarios inusuales para todas mis actividades, normalmente rutinarias. No era gran cosa, pero me mantenía alerta.
No podía vivir así toda la vida. No era vida. Y tomé el único camino que me habían dejado abierto.
La empresa médica encargada de controlar las ausencias no te justificaba un día por enfermedad ni que te estuvieras muriendo. En mi condición de delegado, no recuerdo por que los pedidos para ver al médico los tenía que autorizar el Jefe de Personal. Un viernes a última hora me apersoné al mismo y le pedí un pase para ver al médico porque no me sentía bien. A esas alturas, como no causaba molestias nuestras relaciones eran hasta cordiales, y me dió el pase sin chistar. Salí rajando a la empresa médica que, casualmente quedaba a un par de cuadras de mi casa. Entré, presenté el pedido para ver a un médico y me indicaron un consultorio. Habrán pasado dos o tres minutos, cuando me llama el médico y al abrir la puerta me dijo sin siquiera saludarme; ¿cuántos días querés?. De personal habían llamado por teléfono avisando que iba un delegado. Ceo que fue la única vez, y la última que usé las prerrogativas que me confería la “chapa”. Dame una semana por lo menos le contesté. Hizo el comprobante y oficialmente estaba con licencia por “enfermedad” durante siete días.
Todavía soplaban buenos vientos en Argentina. Había pleno empleo y uno se podía dar el lujo de elegir donde trabajar y en que condiciones. Sólo tardé un par de días en conseguir un excelente trabajo y no lo pensé dos veces. Mandé un telegrama de renuncia a la empresa, lo cual automáticamente dejaba sin efecto mi función de delegado y las posibles persecuciones que pudieran haber terminado trágicamente.
Había hecho un curso intensivo de sindicalismo “a la argentina”. Había aprendido casi todo lo que había que saber sobre Perón y el peronismo. Había aprendido en muy poco tiempo como era la Argentina en general. Y había salido vivo y sin un rasguño. Para quien conoce estos temas no fue poca cosa. Habían pasado casi cinco años de exilio, y ya sabía lo suficiente del terreno que pisaría los próximo 35 años. Comenzaba una nueva etapa con un bagaje de experiencia que a otros no les alcanza la vida para obtener. Salía con una inmensa derrota táctica, pero después aprendí que esa derrota táctica era en realidad una victoria estratégica.
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