Vistas de página en total

jueves, 6 de enero de 2011

¿POR QUE? - MEMORIAS DE UN PERDEDOR


CAPITULO 30
LOS ABUELOS (2)
Le debo a la Argentina el orgullo de ser uruguayo. Más bien a las periódicas sudestadas que sacuden sobretodo al sur de la provincia de Buenos Aires y que hasta ahora siguen causando estragos gracias a la tradicional impericia y falta de interés en el pobrerío, que generalmente habita esa zona, de cuanto funcionario ha pasado este último siglo al menos por el gobierno. Sin distinciones de ningún tenor.
Sucede que mi bisabuelo, cubano por nacimiento, (nació en la Habana cuando Cuba todavía era posesión española), decidió un buen día radicarse en su patria: España. Hacia allí marchó y recaló en Galicia. Marín, una aldea cercana a Vigo fue el lugar elegido. Crió allí a su familia. De mi bisabuela no tengo ningún dato. Quizás murió dejándole cuatro hijos. Que son al menos los que yo conocí. Juan, Leonor. Ana y la que a la postre devino en mi abuela, María. Curiosamente, nunca me dijeron, o si me lo dijeron era muy chico y lo olvidé, el nombre de mi bisabuelo. Sólo su apellido. Era de profesión sastre y ayudado por sus hijas ya adolescentes se ganaba la vida y el sostén de la familia con su profesión. Pero para esa época en España tenía un gran problema: era protestante. Pertenecía a la Iglesia Metodista y encima era pastor. Empezó a padecer persecución religiosa cada vez más violenta hasta que decidió, aunque se le rompiera el alma emigrar a algún lugar donde no corriera riesgo su vida y las de quienes lo rodeaban, solo por pensar diferente. La religión no solo era el opio de las pueblos. A veces también era el garrote. Así que parafraseando a Alberto Cortez, el bisabuelo y la abuela un día en un viejo barco se marcharon de España, dejando atrás la vieja aldea y sus queridos paisajes. Al tiempo varios de sus nietos hubimos de hacer lo mismo aunque en otras circunstancias. Eligieron a Buenos Aires como lugar de destino, más precisamente Quilmes. A fuerza de trabajo mi bisabuelo había logrado establecer un pequeño taller con varias máquinas de coser donde con el concurso de las hijas prosperaba en base a su profesión. Hasta que una sudestada inundó al taller, estropeó las máquinas y después de tantos esfuerzos quedó literalmente como había venido de España.
Entre las pocas cosas que me contó el Viejo acerca del bisabuelo me dijo que era un viejo muy cabrón. A pesar de su fe religiosa y de su pastorado. Caliente como gato en agosto y maldiciendo su suerte por haber elegido el lugar donde asentarse, juntó lo poco que pudo salvar del naufragio y cruzó el charco a probar suerte de nuevo. Con esa tozudez que por efectos del ADN nos aparece de tanto en tanto a sus descendientes. Logró rehacerse lo suficiente hasta que los hijos empezaron a noviar y casarse siguiendo el curso de la vida y cada uno armó su familia a su tiempo.
En lo que me concierne directamente, y a mis hermanos por tanto, apareció en escena el Abuelo Juan. Lamentablemente el Viejo nos dejó pocos datos sobre el abuelo. Por algunos datos sueltos que recuerdo, era un hijo de tano, con varios hermanos tal como se estilaba en esa época. Grandote, con un enorme vozarrón, y un corazón haciendo juego con tal vozarrón, que imponía respeto por su sola presencia. Con algún dejo de despotismo machista muy de tano. Pero como buen tano también su familia estaba por encima de todas las cosas. Era un verdadero “pater familis” romano. Los nietos por supuesto estábamos incluidos en su grupo familiar. Aunque en mi caso no tuvimos una relación muy fluida y nos visitábamos de tanto en tanto, siempre estaba pendiente de nosotros. Escribo estas líneas justo un 6 de enero. Todavía el esperpento extranjerizante que nos han metido por las narices, ese viejo boludo disfrazado de coca-cola, que nada tiene que ver con nuestras tradiciones más queridas, no había desembarcado por estos lares. Y esto era territorio exclusivo de los Tres Reyes Magos. Para mi abuelo era delito de lesa humanidad que un chico no tuviera juguetes en sus zapatos el 6 de enero y era capaz de gastarse lo que no tenía para que tuviéramos nuestros juguetes. Y mientras vivió hizo honor a ese sentimiento. Tradición que mantuvo el Viejo mientras le fue posible.
Le gustaba la quiniela y la lotería. Seguía al 5583 y un día le pegó a la grande. Toda su vida había sido chofer. Se jubiló precisamente de chofer de ómnibus. Y cumplió con el sueño de tener un coche, privilegio reservado a pocos en esa sociedad de aquel entonces. Tenía una suerte fuera de lo común para la quiniela.
En esa época solo se jugaba los martes y una sola. Incontables veces el Viejo, que siempre andaba más pelado que un ajo, iba a manguearlo sabedor que el abuelo no lo iba a largar duro. A él tampoco le sobraba nada así que le decía: vení el martes a la noche que algo habrá seguro. La boleta de quiniela era un cheque al portador los martes a la tarde.   Puede que alguna vez haya fallado, pero personalmente no recuerdo ninguna oportunidad, al menos en las que me tocó acompañar al Viejo a cobrar ese “cheque”. Fue la única persona que yo conozca que sacó a la quiniela después de muerto. Habían pasado unos días desde su muerte y mi abuela empezó a acondicionar toda su ropa para guardarla, cuando revisando el último pantalón que había usado encontró la consabida boleta de quiniela. Había sacado unos buenos pesos con el 61, uno de sus números favoritos. La boleta tenía fecha de uno o dos días después que el había fallecido. Es mi número favorito ahora, aunque de ese don no he heredado nada. Solo dos veces en mi vida le pegué a la quiniela.
Una sola vez acordamos que pasaría un día entero en casa de mis abuelos. Tenía  unos seis años. El viejo me dejó por la mañana y se fue. Durante el día estuvo todo bárbaro. Todas las atenciones de los abuelos eran para mí. Las pasé de maravillas junto al abuelo todo el día. La cosa fue a la noche. No podía dormir. Extrañaba la cama, el ambiente, todo; y por más que los abuelos se deshacían en atenciones y mimos, a eso de las dos de la mañana, me largué a llorar desconsoladamente, y el abuelo no tuvo más nada  que hacer que cargarme en el coche y llevarme de vuelta a casa de los viejos. Muchos años después, ya grande, lamenté en el alma el haber estropeado ese hermoso día.
En su condición de “pater familis”, no aceptaba que el Viejo eligiera un nombre para los hijos que iba teniendo. Todos los nacidos mientras el vivió tenemos dos nombres. Uno es el que él imponía sin discusión, el otro es el que ponía el Viejo. Como religiosamente  acompañaba al Viejo al Registro Civil hasta el cuarto de nosotros cumplió con ese ritual. Mi viejo era fanático, vaya a saber por que del nombre Sergio y quería que al menos uno de nosotros llevara el nombre de su gusto. Como se había decidido ponernos dos nombres, el otro estaba reservado a los gustos de la Vieja. Así cuando me inscribieron tuvo que relegar su gusto por el nombre de Sergio pues mi abuelo dispuso que como era el primogénito debería llamarme como él en su homenaje. El nombre que la Vieja había dispuesto era el de su hermano mayor, sobre quien deberé escribir necesariamente en algún momento por todo lo que significó para mi en mi vida. de modo que quedó conformado mi nombre Juan Ramón.
Cuando nació el segundo, se repitió el ritual. Como había nacido el día de la virgen,(15 de agosto) y a pesar de que el Viejo era ateo, por no sé que norma y por ser varón le pusieron Mario. Y así se iban a quedar las cosas a no ser por el tozudo de mi  abuelo. En su opinión no se concebía que un hijo varón no llevara el nombre de su padre. El Viejo se llamaba Oreste Rodolfo. Y como Mario Oreste era medio cacofónico le quedó Rodolfo. Quedó así nombrado el segundo vástago: Mario Rodolfo.
Tuvo que esperar el Viejo tres años para poder cumplir con su sueño de tener un hijo que se llamara Sergio. Cuando volvieron al ritual de la inscripción, y antes de que mi abuelo abriera la boca le tiró al actuario el nombre de Sergio y así fue inscripto. Pero mi abuelo no podía quedarse con la sangre en el ojo por haberse dejado primerear y le empezó a decir que por que no ponerle además Eduardo que era el nombre de uno de sus hermanos. Invadiendo territorio que no le correspondía, (el segundo nombre lo determinaba la Vieja o su familia), el Viejo hizo lugar a esa invasión y le puso Eduardo. Había comenzado la vida de Sergio Eduardo, “el tucho”. Vida que se tronchó siendo joven todavía y que hasta hoy lloramos.
Cuando llegó el cuarto, habida cuenta de la invasión anterior, no tenía derecho a elegir nombre esta vez. De todos modos acompañó como de costumbre al Viejo a cumplir con el trámite de inscripción. Por el mes de nacimiento ya se había decidido llamarlo Julio y el segundo nombre correspondería al de uno de los del abuelo materno. Sería Amador o Elías. El que sonaba mejor era Elías y ese fue el elegido. Pero mi abuelo, consecuente con su costumbre, no podía admitir no haber puesto un patronímico a uno de sus nietos, y antes de terminar el trámite, con cara de circunstancias y casi como en un ruego le “sugirió”  que llevara el nombre de su hermano mayor, que se había vuelto a Italia muy joven y del cual nunca más supieron: Aníbal. El viejo no tenía margen de maniobras visto lo que había pasado con el anterior en el que se había obviado el nombre que le correspondía elegir a la Vieja. De modo que salomónicamente agregó al Julio Elías que ya estaba pactado el nombre del susodicho Aníbal. Quedó así nombrado el hasta ahí cuarto hijo, único que lleva tres nombres por lo antedicho: Julio Elías Aníbal. Vendrían otros tres, pero ya no estaría el abuelo Juan para interferir con sus patronímicos.
La muerte repentina del hijo mayor,(Juan Manuel,  el Tío Gordo), desmoronó todo el edificio familiar. Los abuelos no pudieron soportarlo y en términos de un año y medio ambos fallecieron. Yo tenía ocho años más o menos.
Del abuelo Juan es lo que más o menos recuerdo, más que nada por las pocas referencias que me dejó el Viejo. Siempre parco para trasmitirnos sus historias, algo que nunca sabré la razón; y por lo poco lamentablemente que compartí directamente con él. Su muerte temprana me privó de almacenar muchas más vivencias. Cosa que anoto como uno de los déficits que he acumulado en la vida.
Continuará.

No hay comentarios: