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miércoles, 29 de diciembre de 2010

¿POR QUE? - MEMORIAS DE UN PERDEDOR

CAPITULO 21
APUNTES DE LA INFANCIA (3)

A partir de los tres o cuatro años, nos mudamos a la casa de Camino Carrasco 4459 esquina Pirán. Según muestra el Google Earth la casa está tal cual aquella época en su disposición. En ese tiempo era una calle angosta. Su ensanche tal cual es ahora lo vimos nacer años después. Enfrente era todo un
campo que iba desde Pirán hasta Estado de Israel,  y desde Cno.  Carrasco hasta Mallorca. (se puede visualizar todo con la aplicación Google Maps). Era lo que había quedado de una quinta que fué en sus tiempos. Era nuestro mundo. Allí se desarrollaban nuestros juegos y travesuras y sus límites eran pocas veces traspuestos en la vida diaria. Hoy se encuentra totalmente urbanizado por unos complejos habitacionales. ¿Casualidad? ¿Otra vez el Telar de la Historia? Hoy, en uno de esos edificios, vive Pablo, el primero de la familia que logró romper el muro del exilio al que lo obligué hace 41 años  junto con su propia familia. Una de mis “hilachas”, hoy fibra por derecho propio y natural, integra la tela de la historia que teje el caprichoso, ¿o no?, telar en ese mismo lugar.
Se amontonan atropellada y desordenadamente mil recuerdos que trataré de desenredar, aunque sea algunos, los que la emoción me deje al menos.
En ese terreno que era de nadie y por tanto de todos se habían construido cuatro canchas de fútbol. Justo enfrente de casa la del Rápido Aguacero Football Club. El cuadro del cual por cercanías, Aguacero era la otra cuadra de Pirán, éramos hinchas fervientes. Un poco más allá la del Irún. Otra de las calles del barrio. Separada por una pequeña laguna y en dirección a Mallorca la del Perez Galdós cuadro que llevaba el nombre de la calle homónima y era la paralela a Cno. Carrasco. Hacia el lado de Estado de Israel, la cancha del Puente, cuadro de la zona que llegó  a militar en la Divisional Extra de la AUF. Un poco más allá de Emilio Castelar, el enorme predio se resolvía en una tremenda cava. Terreno arcilloso que había sido excavado para usar la tierra como materia prima para hacer ladrillos. En la zona teníamos dos enormes fábricas, la Andrés Deus y la Carrasco. Ya no se extraía nada de allí pero había quedado una cava de unos dos metros de profundidad que llegaba hasta Mallorca y proponía un paisaje totalmente distinto. Teníamos expresamente prohibido llegar a tan inconmensurable distancia de casa, en parte porque era un terreno donde no transitaba gente y porque en la calle Mallorca se levantaba un Instituto, (Colonia), de menores que estaban allí recluidos por haber cometido algún delito. Como la seguridad en esa colonia era casi inexistente, se escapaban cuando querían lo cual ponía cierta cuota de peligro para el barrio. Se decía años después que uno de sus “visitantes” había sido el Mincho Martincorena que se hizo famoso en el mundo del hampa por haber integrado la banda de Vilariño, hampón de la “pesada” de Buenos Aires. Años después, ya “recibido” en la universidad del hampa porteña, anduvo haciendo destrozos en Montevideo al punto que por meses no se hablaba de otra cosa. La policía de Montevideo no estaba preparada para enfrentar ese tipo de delincuencia y le costó un enorme esfuerzo combatirlo. Para no hacerla larga, porque da para una historia separadamente, sus días terminaron en un rancho que ocupaba el canchero del club Salus allá por el Paso Molino donde se había refugiado. Allí lo acorraló la Metropolitana al mando del entonces Capitán Ballestrino y literalmente lo cortó en pedazos con ráfagas de ametralladora.
Rebobinando: el campo era nuestro lugar preferido para jugar a la pelota, remontar cometas llegada la primavera y toda clase de juegos que elucubrábamos en nuestra sana e inocente infancia.
Excepto los domingos. Ese día cobraba vida propia y otros eran los actores de otros juegos. Uno de eso juegos, el más importante por cierto era el fútbol. Había, por supuesto, cuatro partidos por el precio de uno. Y normalmente tres o cuatro batallas campales. Las barras bravas no son un invento moderno, sólo que ahora están más organizadas y con otras finalidades no tan inocentes. Hoy son un negocio colateral de lo que es el negocio mayor disfrazado como siempre para la gilada de “deporte de multitudes”. En esas épocas se cagaban a trompadas para salvaguardar el honor y la integridad de sus clubes, profesionales o no, como en este caso de los clubes de barrio, y cagarse a trompadas era a su vez un sano deporte que practicaban los hinchas y cuyas secuelas rara vez pasaba de algún ojo en compota o alguna pieza dental menos en los cultores de ese deporte. Que hasta tenía visos de solidaridad, porque cuando se armaba en una de las canchas, todas las hinchadas de los otros partidos con algunas excepciones, como ser algo jovatos, andar sin ganas ese día o de estar participando del otro deporte que se desarrollaba en una cancha auxiliar, corría como malón a participar de la piñata, cumplida la cual cada quien volvía a ver su partido y a su club. La cosa ya tenía connotaciones de ritual religioso heredado de vaya a saber que época ancestral de la historia y que permanecía en el subconsciente colectivo. La psicología de masas tiene esas cosas que hoy son planificadas cuidadosamente por expertos de uno y otro lado con excelentes resultados para la clase dominante que ha hecho toda una ciencia del control de masas. Pero en ese tiempo y lugar la cosa no pasaba de hacer algo distinto los domingos y quizás usarlo sin haberlo planificado como válvula de escape a tanta tensión  producida por la alienación propia del sistema. ¿Digo, no?. Bue, ¡que se yo!. Todavía éramos la Suiza de América y no nos complicábamos la existencia con esas insignificancias. Hasta resultaba para nosotros, muy botijas todavía como para integrarnos al malón, diversión adicional al puramente futbolístico. Cada club tenía su/sus manager/es que durante la semana se encargaban sin ningún ánimo de lucro de visitar a otro clubes a fin de concertar la fecha del domingo. A veces no se completaba la grilla por todos los clubes del barrio y para no suspender el ritual se programaban los “clásicos” del barrio. Aguacero vs, Perez Galdós; Irún vs. Aguacero o Irún vs, Perz Galdós. Y la cosa era entonces a cara de perro tal como era un Peñarol-Nacional. Dentro y fuera del perímetro del campo de juego. El juez del encuentro se designaba por consenso poco antes de empezar el partido. Siempre era un vecino voluntarioso. Había que tener unos huevos enormes para aceptar la responsabilidad. Cualquier fallo que una de las hinchadas considerara perjudicial para su club podría terminar en el acto con su carrera referil con unos cuantos golpes. Las “picas” entre las hinchadas no respetaban ni el hecho de que de lunes a sábados eran buenos vecinos. Era rarísimo que un clásico terminara sin incidentes. Esos eran clásicos sin ninguna emoción.  Y las hinchadas necesitaban esas emociones como el pan.
El otro “deporte” que ya he mencionado era el sevelé, traducción libre del inglés seven-eleven; juego de dados conocido así mundialmente. Se armaba la cancha al costado del campo de juego y un “banquero” organizaba convenientemente el juego, cobrando una comisión por supuesto. Y se armaba la rueda de apostadores que podían hacer apuestas entre ellos por fuera de la, digamos, oficial. En ocasiones, si el partido era demasiado aburrido, había más gente, entre apostadores y mirones, que la que miraba el otro juego. Era considerado ilegal y cada tanto caía la cana a hacer cumplir la ley. Como esta contingencia estaba dentro de lo previsto el “banquero” tenía su personal de seguridad que montaba guardia discretamente en los alrededores y pegaba el grito cuando los guardianes de la ley hacían notar su presencia. Como de costumbre, anécdotas puntuales hay como para escribir un libro y espero tener oportunidad de contar alguna de las más significativas que recuerdo.
Así trascurrían pues nuestros domingos de botijas. Al otro día volvíamos a la rutina. La  escuela, “el moño azul de la niñez” que detalla con tanta emoción y nostalgia Yabor en su candombe Memoria Azul, los deberes después de tomar la leche, los juegos y travesuras junto a los botijas de la barra hasta la caída del sol.  Después la cena, escuchar generalmente “El Triángulo Azul”, episodios radiales de historias terroríficas que a veces nos ponía los pelos de punta y no nos dejaba conciliar el sueño. De ese modo íbamos lentamente escribiendo nuestra historia, que aún no éramos concientes que formaba parte de la Historia Universal. Y que ahora añoramos y quisiéramos volver a vivir, por más que hemos aprendido con sangre, sudor y lágrimas que el dichoso telar no para jamás y lo peor de todo, no permite que se deshaga lo ya tejido.







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